Por Enrique Arenz
Mi amigo Damián H. odiaba tanto la Navidad que apenas veía los primeros adornos en alguna vidriera perdía su buen humor habitual y se transformaba en otra persona.
Soltero, de unos cincuenta años, era padre de un hijo natural que reconoció, pero al que nunca quiso ver.
Arrastraba su encono por la Navidad desde que sus padres perdieron la vida en un accidente en la ruta 2, cuando un 23 de diciembre los tres viajaban a Buenos Aires para pasar las fiestas en casa de unos familiares. El tenía apenas veintiún años y resultó ileso.
Luego de enterrarlos, debió hacerse cargo de la mueblería. El primer día que fue al elegante salón, vio el árbol de Navidad de gran tamaño y originalidad que su padre exhibía con orgullo todos los fines de año y se encegueció. Los empleados no alcanzaron ni a darle el pésame cuando el árbol ya estaba desparramado por el piso, pateado y pisoteado por el nuevo patrón.
Desde entonces, nunca más se decoró la mueblería para las fiestas de fin de año.
Pero como cuando llega diciembre la Navidad está en todos lados y resulta imposible ignorarla, Damián, hastiado de ese suplicio de año tras año, se compró una casita de campo a diez kilómetros de Mar del Plata, con mucho terreno arbolado y sin vecinos cercanos, para recluirse en ella desde fines de noviembre hasta que el taco del nuevo almanaque perdiera unas cuantas hojas.
Este rencor le duró a mi amigo casi treinta años, hasta que sucedió lo que voy a contar.
El 29 de noviembre de 2018, Damián ya se había instalado en el campo y comenzaba a disfrutar de sus vacaciones anuales en soledad.
Me contó que no sabe por qué, una de esas tardes tuvo el impulso de llamar a su gran amor de juventud, Martina, la madre de su hijo ignorado. Se había distanciado de ella cuando quedó embarazada, pero nunca dejó de asistirla en lo económico.
Martina tendría en 2018 unos cuarenta y tres años y su hijo Hernán, 20. Damián se había encontrado con ella en dos o tres ocasiones para charlar y tomar un café, pero esos buenos momentos siempre habían terminado en enojo cuando Martina le pedía que conociera a su hijo. Ya habían pasado tres años desde la última discusión.
A Martina le encantó la inesperada llamada.
—¡Damián, tanto tiempo! ¿Cómo estás?
—Aquí ando, como siempre para esta época, en el campo.
—Ah, tu eterna fobia navideña —dijo ella riendo.
—Eso me va a perseguir toda la vida. ¿Y vos?, contame, ¿te casaste?
—No. Vos bien sabés que tuve un único amor en mi vida. Anduve noviando un tiempo, sí, pero no funcionó. Ahora, además de mi trabajo, me dedico a Hernán que estudia ingeniería ambiental y anda muy bien. ¿Y vos?
—Yo tampoco me casé, aunque he salido con algunas amigas, nada serio.
—¿Te hiciste la vasectomía?
—¿Estás loca?
—Digo, para que no te pase lo mismo que conmigo —el tono era jocoso—, que me embarazaste y después me echaste la culpa.
—Bueno… no fue así. Yo confié en que te cuidabas.
—Y lo hacía, no me embaracé a propósito.
—Lo sé, y nunca te culpé por eso, simplemente no pude afrontar una paternidad que me aterraba. Lo habíamos hablado…
—Sí, Damián, yo no te reprocho nada. Estoy muy feliz de haberlo tenido a Hernán que es un chico increíble.
Aunque ella lo azuzaba con sutileza, Damián, como siempre, se negaba a hablar de su hijo y a nombrarlo. Respondió elusivo:
—Yo lamenté siempre haber roto con vos, pero nunca quise tener hijos. Teníamos un trato.
—Sí, está bien, me habías advertido que si yo quedaba embarazada lo nuestro se terminaba. Las reglas estaban claras y yo las acepté. Siempre valoré que aun a la distancia te ocuparas de que no nos faltara nada, y hasta me regalaste un departamento.
—Bueno, eso era lo menos que podía hacer.
—Pero el problema no fue sólo mi embarazo; acordate de que tu manía por la Navidad nos hacía muy difícil la relación. Y yo, que me proponía cambiarte —rió con un timbre cantarín que enternecía a Damián—; como todas las mujeres, ¿no? Pretendía hacerte comprender que la Navidad es una época maravillosa para compartirla con tus seres queridos.
—No creo que lo hubieras logrado.
—No sé. Pero para nada lamento haberme embarazado, porque, aunque te perdí a vos, Hernán fue lo mejor que me pasó en la vida. Lo único que me duele es que, pobre chico, no haya podido conocer a su papá.
Damián sintió el golpe. Hasta ahora Martina nunca había siquiera insinuado (y él tampoco lo pensó) que el muchacho quisiera conocer a su padre. El silencio que sobrevino alarmó a Martina, que, temerosa de estropear la conversación, dijo enseguida:
—Pero quedate tranquilo, él ya lo aceptó y yo también. Es asunto terminado.
Damián volvió a evadirse:
—Tenés razón cuando decís que mi aversión por la Navidad estropeaba nuestra relación, pero nunca pude superarlo… Ese viaje fatídico que emprendimos con mis padres había sido idea mía. Ellos querían quedarse en casa y yo me encapriché. Hasta que cedieron, porque nunca me negaban nada. Eran demasiado buenos conmigo, y yo los empujé a la muerte.
—Pero alguna vez tenés que perdonarte, Damián. Fue la fatalidad.
—Sí, pero ¿cómo me saco de la cabeza que si yo no hubiera sido tan egoísta ellos aún estarían vivos? ¿Qué clase de hijo me puedo considerar?
Hubo un silencio incómodo; hasta que Martina se animó a expresar una conjetura:
—Y decime… ¿no será por ese remordimiento que nunca quisiste tener hijos?
—¿Te parece? —respondió Damián dubitativo—. Mirá vos, nunca lo había pensado.
Cuando Martina percibió el asomo de una vacilación, se tiró al agua:
—Bueno, esto se tiene que terminar. El 24 te venís a mi casa y pasamos la Nochebuena juntos.
—¿Te estás burlando de mí?
El tono fue tan inamistoso que Martina se echó para atrás enseguida.
—No, Damián. Sólo fue una idea loca. Si te molesté, olvidate…
Damián, arrepentido, cambió su inflexión de voz y respondió plañidero:
—Martina, yo deseo verte, pero ¿justo para Nochebuena se te ocurre invitarme?
—Es que si de verdad querés superar tu problema, esta sería la gran oportunidad. Yo creo que necesitás esa prueba de volver a vivir una Navidad con personas queridas.
—Me estás acorralando.
—Entonces no hablemos más. Vos tomá la decisión que quieras, yo te espero el 24 a la noche.
Y le cortó la comunicación. Damián se quedó con el teléfono en la mano mirando a la distancia por la ventana. El sol ya se había puesto y los gorriones alborotaban acomodándose en la fronda del nogal. Era la hora temible en que la soledad intentaba voltearlo, y a veces lo conseguía.
Damián me contó sobre su lucha interior. Durante días pensó si debía ir o no a la cita. Decidió que no, por dos poderosas razones: no quería regresar a la ciudad en pleno bullicio de Nochebuena y menos aún encontrarse cara a cara con su hijo Hernán. Era demasiado.
Pero ocurrió que el mismo 24 por la tarde Martina lo llamó por teléfono. No le preguntó qué había decidido, no lo dejó hablar, simplemente le detalló los platos de la cena especial que había preparado para él, le dijo que pensaba retirar toda la decoración del departamento para que no se sintiera incómodo, y que su hijo Hernán había decidido irse antes de que él llegara.
Damián quedó abrumado ante semejante desprendimiento. Tan impresionado se sintió que, lo que nunca, nombró a su hijo:
—Pero ¿y adónde va a ir… Hernán? —preguntó.
—Es un chico muy bueno, cuando le conté que te había invitado me dijo enseguida que él podía pasar la Nochebuena con un amigo universitario que está solo. No quería que yo me privara de verte.
Esto sí que Damián no se lo esperaba. Pensó que Hernán había heredado el carácter bondadoso de sus abuelos, siempre tan solícitos con él. Y por un segundo los imaginó con vida, viendo crecer orgullosos a un nieto así.
—No, eso es muy injusto. No puedo aceptarlo —respondió tajante.
—Entonces hagamos una cosa —propuso Martina que parecía tener pensadas todas las opciones—: cenamos los tres juntos, y después del brindis Hernán se va para encontrarse con los amigos. Y vos y yo nos quedamos solos en casa.
—¿Me estás proponiendo que me quede a dormir… con vos?
—Si vos querés.
—¿Cómo no voy a querer?
—¿Entonces te espero?
—Está bien, Martina, pero no quiero que desarmes la decoración de tu departamento. Creo que podré soportar un árbol de Navidad estando vos, y, bueno, también… Hernán; lleva mi apellido, ¿no?
—Ay, qué alegría me das, Damián. Te espero a las nueve.
Damián me contó que por fin conoció a su hijo, que Martina estaba hermosa y que el árbol de Navidad y el pesebre no le parecieron tan feos. Dijo que quedó encantado con la personalidad de Hernán, que los tres conversaron durante la cena como si hubieran vivido juntos toda la vida. ¡Veinte años recuperados en una Nochebuena!
Y me confió emocionado:
—Para Martina este reencuentro fue un milagro de Navidad. Y, si he de serte sincero, para mí también, porque desde entonces soy un hombre nuevo: ¡amo la Navidad!